Historia de Heliodoro
31Cuando en la Ciudad Santa se vivía con toda paz y se observaban las leyes con la mayor perfección, gracias a la piedad del sumo sacerdote, Onías, y su rigor contra el mal, 2los mismos reyes honraban el lugar santo, y engrandecían el templo con regalos magníficos; 3hasta el mismo Seleuco, rey de Asia, pagaba de sus entradas personales todos los gastos necesarios para los sacrificios litúrgicos.
4Pero un tal Simón, del clan de Bilga*, nombrado administrador del templo, riñó con el sumo sacerdote acerca del reglamento del mercado general. 5Y no pudiendo imponerse a Onías, acudió a Apolonio de Tarso, que en aquel entonces era gobernador de Celesiria y Fenicia, 6y le contó que el tesoro de Jerusalén estaba repleto de riquezas indescriptibles, tantas que era incontable la cantidad de ofrendas, y desproporcionada para el presupuesto de los sacrificios; y que era posible hacerlas pasar a manos del rey.
7En una audiencia con el rey, Apolonio le informó de las riquezas que le habían denunciado. Entones el rey eligió a Heliodoro jefe del Gobierno, y lo envió con órdenes de traerse dichas riquezas.
8Heliodoro se puso inmediatamente en camino, con el pretexto de recorrer las ciudades de Celesiria y Fenicia, pero en realidad para ejecutar el plan del rey. 9Cuando llegó a Jerusalén, el sumo sacerdote de la ciudad lo recibió amistosamente. Expuso la denuncia que le había llegado, explicó el motivo de su viaje y preguntaba si realmente todo aquello era verdad.
10El sumo sacerdote le manifestó que las cantidades depositadas -contra el informe falso del impío Simón- estaban destinadas a las viudas y a los huérfanos, 11más una suma que era de Hircano de Tobías, un hombre de muy buena posición; que en total había unos doce mil kilos de plata y seis mil de oro, 12y que de ninguna manera se podía hacer una injusticia a los que se habían fiado del lugar santo, de la sagrada inviolabilidad del templo venerado en todo el orbe.
13Pero Heliodoro, en virtud de las órdenes del rey, insistió en que todo aquello había que confiscarlo para el tesoro real. 14Fijó una fecha y quería entrar para inventariar todo aquello. En la ciudad había una ansiedad enorme, 15los sacerdotes, revestidos con los ornamentos sacerdotales, postrados ante el altar invocaban al cielo, legislador sobre las cantidades en depósito, para que a los depositarios les guardara intactos aquellos bienes. 16Ver el aspecto del sumo sacerdote partía el alma: la palidez de su rostro revelaba su angustia interior; 17estaba invadido por un miedo y un temblor corporal que descubrían a quienes lo miraban el sufrimiento que llevaba dentro del corazón.
18Además, salían de las casa corriendo grupos de gente para hacer rogativas públicas ante el ultraje que iba a sufrir el lugar santo. 19Las mujeres, ceñidas de sayal bajo los senos, llenaban las calles. Y las doncellas, normalmente recluidas en sus casas, unas corrían hacia las puertas, otras a las murallas, otras se asomaban a las ventanas; 20y todas rezaban levantando las manos al cielo.
21Daba lástima aquella muchedumbre revuelta y postrada, y la expectación ansiosa del sumo sacerdote, lleno de angustia; 22pues mientras ellos suplicaban al Señor todopoderoso que a quienes habían confiado su dinero se lo guardase intacto, 23Heliodoro intentaba ejecutar lo decretado.
24Estaba ya junto al tesoro con su escolta, cuando de pronto el Soberano de los espíritus y de todo poder se manifestó tan grandiosamente que todos los que se habían atrevido a entrar se quedaron sin fuerzas ni valor, atónitos ante la fuerza de Dios. 25Pues se le apareció un caballo montado por un jinete terrible, y enjaezado con espléndida gualdrapa, el cual, en una arrancada impetuosa, atacó a Heliodoro con las patas delanteras; el jinete aparecía revestido de una armadura de oro. 26Y se le aparecieron también otros dos jóvenes, extraordinariamente vigorosos y de resplandeciente hermosura, vestidos con ropajes magníficos; se pusieron uno a cada lado y lo azotaban sin parar, descargándole una lluvia de golpes.
27Al punto cayó al suelo, envuelto en densa oscuridad, y tuvieron que recogerlo y acomodarlo en una litera. 28Así, reconociendo abiertamente la soberanía de Dios, llevaban al que poco antes había llegado al dicho tesoro con gran acompañamiento y numerosa escolta, incapaz ahora de valerse por sí mismo. 29Mientras él, por la fuerza de Dios, yacía mudo y privado de toda esperanza de salvación, 30los judíos alababan al Señor que había glorificado su lugar santo; y el templo, lleno poco antes de miedo y turbación, rebosaba de alegría y gozo por la aparición del Señor omnipotente.
31Algunos de los acompañantes de Heliodoro pedían a Onías urgentemente que invocara al Altísimo para que concediese vivir al que realmente estaba en los estertores. 32El sumo sacerdote, suponiendo que el rey podía sospechar que los judíos habían preparado un atentado contra Heliodoro, ofreció un sacrificio por la curación de aquel hombre. 33Y mientras el sumo sacerdote hacía la expiación, se le aparecieron a Heliodoro los mismos jóvenes, revestidos con los mismos ropajes, y puestos en pie le dijeron:
-Ya puedes estarle agradecido al sumo sacerdote, Onías, pues por él el Señor te concede la vida. 34Y tú, castigado por el cielo, anuncia a todos el gran poder de Dios.
Dicho esto, desaparecieron.
35Heliodoro, después de ofrecer un sacrifico al Señor y de hacer grandes promesas al que le había conservado la vida, se despidió de Onías y volvió al rey con su ejército, 36dando testimonio ante todos de los milagros del Dios supremo, que había visto con sus propios ojos. 37Y cuando el rey le preguntó quién sería el más indicado para enviarlo nuevamente a Jerusalén, Heliodoro dijo:
38-Si tienes algún enemigo, o un conspirador contra el Estado, envíalo allá, y te lo devolverán bien vapuleado. Si es que se salva, porque verdaderamente una fuerza divina rodea aquel lugar. 39Puesel que habita en el cielo es el guardián y protector de aquel lugar, y a los que van allí a hacer daño los castiga con la muerte.
40Así acabó el episodio de Heliodoro y la conservación del tesoro.
Explicación.
3 Si comparamos este comienzo con el del primer libro de los Macabeos, apreciaremos la diferencia de técnica. Allí se comienza con una rápida síntesis histórica, para introducir la situación presente; aquí se traza un gran cuadro, a manera de obertura significativa.
En la arquitectura del libro es de gran importancia el comienzo (v. 1-3), porque define el tiempo de la gracia. El resto sirve para plantear, en un caso ejemplar, los factores de la historia. De cerca se encuentran el jefe griego y el sumo sacerdote judío; por encima de ellos actúa el emperador Seleuco (no mencionado con nombre) y el Dios de los judíos. Entre ambos se mueve el traidor individual, que todavía no es un partido. En torno al sumo sacerdote se ve a todo el pueblo, en una presencia coral, que demuestra cómo se trata de una causa popular, no de un juego de autoridades.
La narración se desarrolla linealmente, con un planteamiento, un encuentro verbal, la gran confrontación, el desenlace y sus consecuencias. El estilo no es de tradición hebrea: no hay diálogos, las palabras se refieren en tercera persona y estilo indirecto. El cuadro central busca el efecto (ha sido tema de pintores en busca de lo espectacular), más que la precisión y rapidez del detalle: se mueven masas sin precisión, se insiste en el efecto que producen en los actores del drama (para producir efecto en el lector) y se comenta con antítesis retóricas el cambio de situación. Es una escena teatral y gesticulante.
3,1-3 Estamos en un tiempo de gracia, garantizada por el mediador Onías, jefe religioso y civil del pueblo. Es notable la acumulación de valores en la breve noticia: piedad, cumplimiento de las leyes, paz en la ciudad santa, fama y reconocimiento del templo.
El monarca griego es Seleuco IV Filopátor, hijo de Antíoco III. El autor no menciona la situación de vasallaje de los judíos respecto al Seléucida.
3,4 Simón era de familia sacerdotal: Neh 12,5. * "De Bilga" o "de la tribu de Benjamín".
3,7 Por informaciones de otros historiadores sabemos que Heliodoro traicionó más tarde e hizo asesinar al rey Seleuco.
3,9 Algunos manuscritos leen: el sumo sacerdote y los vecinos.
3,10-12 Onías apela a la función no cúltica del templo, a su función caritativa. Siguiendo la tradición de Dt 14,25-29, en el templo se recogían y conservaban limosnas y diezmos destinados a socorrer a los necesitados, "huérfanos y viudas" en expresión consagrada. El caso de Hircano es parecido en parte: pertenecía a la ilustre y rica familia de los Tobíadas, que tenías grandes posesiones en Transjordania y estaban emparentados con sumos sacerdotes; guardaba parte de su dinero en las arcas del templo para tenerlo a seguro de la rapacidad de sus parientes. El templo de Jerusalén tenía reconocido el derecho de inviolabilidad económica.
Así retuerce Onías la acusación de Simón, que interpretaba las riquezas puramente en términos de culto "para los sacrificios". Y el autor, con esta explicación de la boca de Onías, prepara al lector para que se indigne ante la odiosidad de lo que va a suceder en este capítulo y en el siguiente.
3,13-23 El autor describe la unanimidad en el duelo: bajo el gobierno de Onías, los sacerdotes y el pueblo se aprietan en torno a su templo (no será así en el próximo episodio, cuando falte Onías). Unánimes en el miedo y la plegaria, sin recurrir a la violencia (cosa que cambia en el próximo capítulo).
Los ornamentos sirven para solemnizar el duelo, para demostrar el carácter sagrado del tesoro: es un exhibir un obstáculo pacífico, un apelar al respeto ante lo sagrado, común a cualquier pueblo, aunque cambie el objeto.
El gesto y ritual de luto de las mujeres es el corriente; en cambio, es anormal esa salida de las doncellas para sumarse al coro de lamentaciones.
Al limitarse rigurosamente a la súplica, sin pasar a la acción, todo el pueblo está comprometiendo al Señor: el duelo queda establecido entre Heliodoro y el Dios de los judíos (como en otro tiempo el Faraón se las tuvo que ver con el mismo Dios de los israelitas).
3,24-26 De hecho, el Señor recoge el desafío y despacha a sus enviados en la primera teofanía del libro.
Para un lector moderno, estas teofanías resultan ingenuas. Cuando se escribió el libro, tales apariciones celestes pertenecían a la convención narrativa de un género literario. Parece ser que los lectores las aceptaban con agrado, y el autor no puede disimular el gusto con que las escribe.
Estos seres sobrehumanos, angélicos, sin nombre, son epifanía del Dios poderoso. Tienen antecedentes en las actuaciones y apariciones del "ángel del Señor" (por ejemplo, Jos 5; Jue 6; 2 Sm 24; 2 Re 19,35, etc.). En nuestro libro incluyen una referencia polémica al título del emperador, Antíoco Epífanes: no es él la presencia de Dios, como su sobrenombre pretende.
La figura de estos seres anónimos conjuga belleza con fuerza, esplendor con poder: son reflejo o irradiación de Dios, su epifanía. Son los soldados del Señor de los Ejércitos, reclutados para la guerra santa del pueblo en la tradición más pura de Crónicas para el capítulo presente; quiero decir, sin acción por parte de los hombres. Y son manifestación política para un pueblo contra un agresor; no son para beneficio individual ni para consumo devocional. Por la epifanía, el enemigo tendrá que reconocer, el amigo podrá alabar al Señor; y esto es buena tradición bíblica.
Es de notar que Dios es el sujeto del verbo, se manifiesta, él lleva un título que recuerda el de Nm 11,22; 27,16.
El estilo se hace sonoro, las frases se dilatan, se dividen en piezas rítmicas, el vestuario es decorativo. Es una nobilísima paliza. La escena es intensamente teatral, de auto sacramental barroco.
3,27-30 El autor, enardecido, prorrumpe en una reflexión retórica de antítesis sostenidas. Lo que en los profetas era lirismo apasionado, aquí se transforma en declamación enfática.
3,31-33 Intercesión y expiación son dos funciones del sumo sacerdote, de ordinario a favor del pueblo. Moisés intercede repetidas veces a favor del Faraón (Ex 8-9). El sumo sacerdote ofrece un sacrificio de expiación por el pecado; Heliodoro, un sacrificio de acción de gracias al Dios que lo ha castigado y curado; no significa que acepte la fe en el Señor, sino que reconoce al Dios local, conocido con el título hebreo de Altísimo.
3,37-39 El episodio termina felizmente con un rasgo irónico: el cortesano confiesa el poder del dios ajeno sin ofender a su rey y señor.
3,40 El episodio, que comenzó con el tesoro del templo, concluye con una proclamación ante el trono del Imperio. Son todavía buenos tiempos para los judíos.
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